Y si la inteligencia, ¿no existe?
Hace un par de cursos, comenzamos un viaje de innovación pedagógica en mi equipo de trabajo.
Lo hicimos siguiendo el programa Escuelas Creativas de Fundación Telefónica, que llevaba la metodología de Ferran Adrià en El Bulli, al ámbito educativo. La idea en sí misma, ya era apasionante.
Uno de los gérmenes de la creatividad, invitaba a replantearse aspectos que damos por sentado, bien porque ya estaban cuando llegamos, bien porque los consideramos dogmas de fe, o por puro costumbrismo. Por ello, nos planteamos interrogantes tan importantes como “¿qué es aprender?”, “¿qué es enseñar?”, “¿qué merece ser aprendido y enseñado?”, etcétera.
Dado que trabajamos con jóvenes con discapacidad intelectual, y que la creatividad clama a la disrupción, planteé también entre las anteriores, la siguiente pregunta: “¿y si la discapacidad intelectual no existe?”
La cara de mis compis fue de extrañeza, y el debate que nos embarcaba era tan retador, que este “otro” interrogante quedó en el aire. Probablemente no nos sentíamos lo suficientemente valientes para afrontarlo, lo suficientemente liberados de lastres para verbalizar ciertas conclusiones o para lanzar ciertos clamores al viento. Romper tus propios anclajes al suelo, no es tarea sencilla.
Sin embargo, el bueno de Ferran me miraba desde las guías de las Escuelas Creativas con cara afable, y parecía decirme eso, que para innovar hay que destruir, y que en algún momento tendría que deconstruir ese concepto igual que él deconstruyó una tortilla de patatas hasta sus elementos moleculares, hasta comprender su esencia misma, para luego poder crear algo diferente, que sin embargo evocaba a su origen mismo. Ay Ferran, cuanto daño has hecho.
En esas se quedó mi debate interior y ahí sigue, hasta que perdí una maravillosa oportunidad de compartir esta inquietud con 15 cabezas que a priori, parecen interesadas en los procesos de innovación educativa. Charlábamos sobre las inteligencias múltiples del bueno de Gardner, teoría de la que él mismo se ha retractado, (así que tampoco tiene mucho mérito rebatirla) al menos en cuanto a ponerla al mismo nivel que el constructo inteligencia. Es decir, ahora Gardner lo llama talentos en vez de inteligencias y a seguir vendiendo libros. Buen golpe, Howie.
Pero, ¿en serio nos conformamos con el constructo de inteligencia que tenemos, previo a Gardner? Puestos a ser críticos, seámoslo en la esencia del concepto, porque ni refleja lo que debe reflejar, ni mide lo que dice medir, y lleva anclado en el mismo punto desde hace 100 años.
La medida de nuestra inteligencia se basa en un test, exclusivamente. Un test muy largo y complejo, eso sí, no vayas a jugarte la vida en un pequeño cuestionario de 15 minutos y luego vayas a querer reclamar.
Para cualquiera que trabaje con personas, no será difícil admitir que un ser humano es infinitamente mucho más que un número, y una relación de ese número con una campana de Gauss de la “normalidad”. El C.I. mide sola y básicamente nuestra capacidad de abstracción numérica y verbal, algo así como una suerte de PISA llevada al extremo, que te sitúa y te etiqueta a uno u otro lado de la consabida normalidad. Si no entendiésemos que un alumno o alumna, una persona en desarrollo, es puro potencial en crecimiento, absoluta plastelina que emerge según lo estimulante que sean sus entornos, y que nuestra labor como docentes, es crear experiencias de aprendizaje memorables (Trujillo dixit), podríamos caer en la peligrosa falacia de que si la escuela está hecha para enseñar lengua y mates, claramente las personas que están por debajo de la media de esa masa informe de la normalidad, queda fuera de sus dominios. Y fuera es fuera, excluida, desterrada, expulsada y con orden de alejamiento de sus lindes. Esa es la realidad a la que se enfrenta el alumnado con discapacidad intelectual, el de una discriminación y una violación de uno de sus derechos más básicos, que es el de una educación de calidad en igualdad de condiciones.
Quizá por eso, y por otras muchas cuestiones que podría indicar, deberíamos revisar el concepto que como comunidad educativa manejamos de inteligencia y lo que conlleva su medición, etiquetaje y categorizacion posterior. Si en lugar de buscar encajar a las personas en categorías predefinidas, observamos su nivel de funcionamiento real, sus necesidades de apoyo en la interacción con los distintos contextos en los que se mueve, y la necesidad de proveer de esos apoyos, de la misma manera en que entendemos que una rampa derriba la barrera arquitectónica de alguien con movilidad reducida, entenderemos que la inteligencia pasa más por ser evaluada en contextos ecológicos y en términos de habilidades adaptativas, que respondiendo a tests estandarizados. Y que si bien Gardner se pasó de viaje astral al definir sus inteligencias, no es menos arbitrario poner una línea a partir de la cual seas considerado un intruso en el sistema educativo.
Por otra parte, y sin embargo, mientras nuestras aulas no reflejen la (r)evolución educativa que buscamos, ningún alumno con dificultades tendrá cabida, y si me apuras, ningún INDIVIDUO. Si seguimos haciendo clases magistrales, enfocando el aprendizaje a la memorización exclusivamente, evaluando a todo el alumnado de la misma manera y con los mismos objetivos académicos, estaremos formando replicantes, todos mirados y tratados como iguales, cuando no hay nada más cierto, que en cualquier grupo de personas no hay ni una sola similitud, más allá de la propia condición misma de persona.
El resto, es bella diversidad y riqueza de matices, diferencias sutiles y abismales que conforman un mosaico de identidades tan embriagadoras como inagotables.
Bendita diferencia...
Seguiré mis desvaríos en mi próxima entrada. :)